La luz mortecina de la luna consiguió
colarse entre las cortinas e iluminó débilmente la estancia.
Varias estanterías gigantescas de
color caoba y tan altas que tocaban el techo, poblaban la habitación.
Estaban infestadas de libros, muchos mohosos y desgastados tanto que
daba la sensación de que si lo arrancabas de su “maceta” , se
convertirían en polvo en tus manos, en muchos el título, si es que
algún día lo tuvo, era casi irreconocible.
Por otra parte había otros
perfectamente conservados, con cubiertas doradas, letras de elegante
caligrafía e ilustraciones hermosas, colores vivos y colores
muertos, algunos con miles de páginas y otros no llegarían a la
centena.
Era un paisaje precioso.
El rayo de luna mostró una chimenea
pequeña, cuyas ascuas aún emitían el color rojizo del calor, pero
sin madera ni fuego con el que seguir viviendo. La habitación era un
caos ordenado, daba la sensación de que llevaba mucho tiempo sin
abrirse, pero no había más polvo que el que cubría los lomos de
los libros más antiguos, o quizás fuese por la poca luz que
entraba.
La oscuridad volvió a reinar en aquel
lugar cuando una sombra paso entre las cortinas. Había alguien.
Las voces de la calle eran débiles y
distantes.
Las llamas comenzaron a rugir,
declarándose reyes de los elementos y la estancia se iluminó.
Un libro cuyas tapas parecían las
hojas recién arrancadas de un álamo amarillo, estaba descansando
junto a una pluma que nadaba en su tintero, ambas sobre un escritorio
de madera negra, ancho y macizo que inexplicablemente la luna no
consiguió iluminar, o no quiso, pues se encontraba entre la chimenea
y la ventana.
Una silueta se acercó a la mesa y posó
sobre ella un botella de cristal, su superficie carente de rugosidad
alguna dejaba ver el líquido incoloro que contenía. Se sentó en el
pequeño taburete, adoptando una posición aparentemente bastante
incómoda y se dejó caer hacia el lado derecho de la silla,
extendiendo la mano, intentando encontrar algo que yacía en el
suelo.
Se incorporó y depositó una copa
encima de la mesa, abrió la botella y vertió su contenido en ella.
El líquido se tornó rojizo por el reflejo de los rubíes que
adornaban el cáliz.
Deshizo el nudo que hacia de candando
al libro, mojó la pluma y empuño la copa, dejando que la luna
revelara su huesuda mano, y se la bebió de un trago. Murmuró algo y
volvió a llenarla.
Con la pluma tan solo unos milímetros
por encima del papel se detuvo. Los minutos transcurrían mientras
contemplaba abstraído las páginas vacías.
Despertó de aquella parálisis y dejó
la pluma reposar en el tintero. Con suma delicadeza y lentitud en sus
movimientos, cogió la botella y la alzó, colocandola de tal forma
que los rayos de luna se estrellaran contra ella. Vio su rostro
reflejado el vidrio.
Apartó la vista y la volvió a fijar.
El ciclo se repitió tres veces.
Su cabello blanco, arremolinado le caía
en mechones de diferente longitud sobre el rostro cubriendo casi por
completo sus huesudas facciones. La frente, llena de arrugas de poca
densidad, por la poca carne que aún le quedaba. Sus ojos blancos
hasta el iris, parecían salirse de las cuencas y los pómulos se le
hundían donde no había hueso. Su nariz eran dos agujeros en el
centro de su rostro. Sin labios, su boca carecía de dientes.
Volvió a beber. Ya no había líquido
en la botella cuando se estrelló contra el suelo y sus cristales se
propagaron por toda la habitación.
Unas lágrimas cayeron en la primera
página del libro sin escribir, agarró la pluma y comenzó.
“Jamás pensé que llegaría este
momento, solo he sido consciente cuando lo he visto frente a mi.
Yo, que escribí la historia de quien
creó a Dorian Grey, lloro y muero cuando veo mi rostro.
Fui yo, quien escribió todos los
libros, quien dio vida a las palabras que salían de mi corazón,
quién dotó de sentimientos a la tinta.
Creé las reglas, destruí
civilizaciones y di a luz a otras. De mi nació el amor y el odio,
introduje preguntas en las mentes que engendre, compuse la música
que vuestros oídos disfrutaron, os regale el placer y condicione las
normas de vuestra actitud...
Os escribí diferentes, ninguno de
vuestros libros es igual, os doté de singularidad, poseísteis unas
circunstancias y características que os hicieron únicos.
Inventé un lugar en el que
existierais... Y ahora desaparecerá conmigo, matare a mis hijos con
mi muerte. Mi alma sufre, afligida por la cruel vida mortal. Toda mi
historia es la vuestra y la vuestra es el fruto de mi pluma..
Quizás yo sea como vosotros, la tinta
de un libro que acumula polvo en algún rincón. En el libro de mi
vida puede que estén escritos los vuestros.
¡Te maldigo cruel escritor que me
asesinas junto a mis vástagos!
Pero hijos míos, no temáis, que
cuando encuentren la tinta de mi existencia, volveremos a nacer...”
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